Las inspiradoras palabras de Alfredo Molano al recibir el
Premio a la Vida y Obra
Alfredo Molano es un periodista, escritor y sociólogo bogotano.
Foto: Archivo SEMANA
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El periodista recibió el máximo galardón del Premio Simón
Bolívar. Este es el discurso que pronunció en la ceremonia y en el que explicó
lo que para él significa escribir.
Un
hombre que ha narrado el país rural, un hombre que a través de su prosa les ha
permitido a sus lectores conocer las entrañas del conflicto armado. Con esas
premisas, el jurado del Premio Nacional Simón Bolívar le agradeció al escritor
y periodista Alfredo Molano las letras, los años y los pasos que ha dedicado a
darle vueltas a “Colombia como si él fuera su guardián”.
Al
recibir el premio, Molano describió paso a paso lo que para él significa
escribir. “Es ir hasta mis confines guiado por la vida del que está al otro
lado”.
Este
es el discurso que pronunció:
"Señoras
y señores,
Antonia
Escribir,
vivir.
Para
mí, escribir es enfrentarme al ruido y al tiempo. Los primeros palotes, largos
y negros, hechos con un lápiz sin punta, desbordaban los renglones del
cuaderno; cuando aprendí a hacer las letras, palmer, con pluma, las manchas
eran mi firma. Los exámenes de colegio, ya con esfero, no solían responder
preguntas sino ensayar retos. No aprendí a escribir bien a máquina, pero me
gustaba oír el timbre al final de la línea. En una vieja Olivetti logré sacar
en limpio una denuncia sobre las injusticias que a mi manera de ver se cometían
en el colegio cuando cursaba tercero de bachillerato. Quedé fascinado por las
letras de molde cuando la vi publicada en La Nueva Prensa, una renovadora y
crítica revista dirigida por Alberto Zalamea. La publicación quedó dándome
vueltas como un destino. Un año después dejé una carta romántica en la puerta
de mi casa contándole a mi familia que no quería herirla, pero tenía que
“obedecer mis instintos”, y, encarnando la aventura de Alicia y Arturo Cova,
escapé con mi novia adolescente a buscar en el llano mi corazón. Al Llano
siempre vuelvo a buscar lo mismo.
En
la universidad mi escritura se volvió acartonada y seca, no encontraba ni el
tono ni el tema porque mis lectores eran profesores. La excepción fue un
manifiesto iracundo de protesta contra la muerte del compañero Carvahalo,
asesinado de un tiro en la frente por los servicios secretos. Mi primer libro,
escrito a mano y con lápiz como todos los de aquellos días, tenía tantas
enmiendas como frases. Contaba mi encuentro con los ríos del piedemonte, con
las guerrillas y con la coca. No fue propiamente un libro sino un cuaderno de
campo escrito en una canoa, en una hamaca, en una estación de bus. No buscaba
contar sino contarme. Quería conservar el eco de una madrugada a orillas del
río Guayabero oyendo los micos churucos –que gruñen como tigres mariposos–; la
peligrosa desconfianza de los guerrilleros y el vértigo alucinado con que los
colonos machacaban con sus botas las hojas de coca, para sacar de ellas lo que
ninguna promesa de gobierno había hecho realidad. Ese libro y todos los de
aquella primera saga persiguieron –a la zaga de los hechos– lo que el tiempo
borraba: testimonios de los guerrilleros liberales del Llano; de las “columnas
de marcha”, huyentes que habían llegado perseguidos por las armas de la
república, acosados por el hambre, desde el sur de Tolima, desde el norte de
Cauca, desde el Sumapaz, desde el Tequendama, que encontraban en el piedemonte
la posibilidad de sembrar caña para darles, por fin, algo dulce a sus hijos.
Escribí
buscando los adentros de la gente en sus afueras, en sus padecimientos, su
valor, sus ilusiones. Borraba más que escribía, hurgaba, rebuscaba el acorde de
las sensaciones que vivía la gente con las que yo mismo llevaba cargadas en un
morral. Un río crecido, una noche oscura, un jadeo debajo del aguacero que
golpea un techo de zinc, el terror de oír armas en las sombras eran caminos por
donde entraba la vida que se jugaba en las selvas y por donde llegaba su soplo
a mis letras. Creo que sólo ahí, en el acecho, en el peligro, en el miedo
aparecía el reclamo de justicia que yo buscaba para contarlo.
Escribir
para mí es templar mis más secretas cuerdas y por eso tengo que borrar hasta
traspasar la hoja, hasta encontrar el tono de la pasión por la vida y por la
belleza que tiene la gente con la que me topo. La gente cuenta cuando se le oye
y lo hace con una sinceridad limpia, cuenta lo pasado como si lo estuviera
viviendo, en presente. Y lo hace con generosidad, con soltura, con humor, con
fuerza. Chisporrotea. No es difícil oírla porque habla lo que vive. La
dificultad comienza cuando el que trata de escribir no oye porque está aturdido
de juicios y prejuicios, que son justamente la materia que debe ser borrada
para llegar al hueso.
Mi
oficio de escribir se reduce a editar voces que han sido distorsionadas,
falsificadas, ignoradas. No puedo escribir una línea que, de alguna manera, yo
no haya vivido. Por eso no escribo una sola sobre tecnología de la
comunicación, sobre química o sobre jurisprudencia. Y por eso escribo con gusto
cuando lo hago en primera persona. Escribir para mí, es ir hasta mis confines
guiado por la vida del que está al otro lado. Mi escritura –o lo que yo llamo
así– es un puente construido sobre los escombros del prejuicio, incluido el
mío. He pagado un alto precio por apartarme de la mirada oficial, la que llaman
“políticamente correcta”: tan falsamente objetiva como parcial y aséptica. He
tomado partido contra las imputaciones criadas por el interés privado contra la
gente que anda por las trochas y por los atajos, por las calles sin asfaltar, y
que nada esconde porque nada tiene que perder.
El
país está lleno de prejuicios, sometido a ellos. Han sido construidos con
método, calculadamente, a mansalva y sobre seguro. Surgen de los miedos e
intereses de los poderosos. Y avasallan, envuelven y destruyen. No sólo no
dejan oír, sino que tampoco dejan ver. O más bien, dejan ver sólo lo que a
través de sus oscuros cristales quieren ellos que se vea: un mundo de buenos y
malos donde estos no son nunca ellos. Desde hace más de un siglo se está
elaborando esa mirada, esa muralla, esa frontera. Transgredirla tiene costos:
el aislamiento, el señalamiento, el bloqueo, en fin, el arrinconamiento. No es
posible seguir mirándonos con un solo ojo, debemos desnudarnos para saber
quiénes somos, para poder vivir juntos con todas nuestras flaquezas y nuestros
errores. Hay que ir más allá, el horizonte alumbra y llama. El tiempo de la
sangre está siendo sepultado.
En
el homenaje que se me hace –y que agradezco de verdad– reconozco los toques
secos que el futuro está dando afanoso en la puerta. No podemos seguir viviendo
en la zozobra, en la parálisis, en la oscuridad del miedo. Estamos a punto de
dar el paso que el país, su gente de tierra, barro y sudor merece y no aplaza
ni endosa. Los personajes de los que he tratado de ser eco: los colonos de la
Serranía de La Macarena o del Perijá, los indígenas de Tierradentro o de la
Sierra Nevada, los negros del río Salaquí o del Timbiquí; los campesinos del sur
de Tolima y del Catatumbo, las mujeres de allá y de aquí cerca de mi corazón
–siempre las mujeres– están todos aquí acompañándome. A ellos y a ellas
devuelvo con gratitud este premio".
Comcrear Óriente: Organo de Expresión del Movimiento Cívico
“Ramón Emilio Arcila”
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