Estanislao Zuleta: Elogio de la Dificultad |
"Lo más difícil, lo más importante, lo más
necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de
luchar por una sociedad diferente, sin caer en la interpretación paranoide de la lucha"
La
difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra
posición y a la opuesta, no significa desde luego que consideremos equivalentes
las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los partidos, las
clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario, que tenemos
suficiente confianza en la superioridad de las causas que defendemos, como para
estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la
cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.
Estanislao Zuleta: Elogio de la Dificultad
Cuando
en 1980, el autor recibe el título
de Doctor Honoris Causa en Sicología, de
la Universidad del Valle, responde al homenaje con esta conferencia.
La
pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera
tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a
inventar paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin
riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y
por lo tanto, también sin carencias y sin deseos: un océano de mermelada
sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables,
paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e
inocuas, si no fuera porque constituyen
el modelo de nuestros propósitos y de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo, en los proyectos de la
existencia cotidiana, más acá del reino
de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad
garantizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas.
Puede decirse que nuestro problema no
consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo
que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos; que nuestra desgracia
no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de
desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante,
compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a
cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y por
lo tanto, en última instancia un retorno
al huevo.
En lugar de desear una sociedad en la que
sea realizable y necesario trabajar
arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de
satisfacción, una monstruosa salacuna de abundancia pasivamente recibida. En
lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas, queremos poseer
una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que
nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito
original de habernos liberado del paraíso; nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.
Desconfiemos de las mañanas radiantes en
las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde
la antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los
partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos
miembros han sido alcanzados por la gracia
- por la desgracia - de alguna
revelación.
El estudio de la vida social y personal
nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro, la idealización y el
terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que
procuran su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al
ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un
sistema de pensamiento tal, que los que se atrevieran a objetar algo quedan
inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos no son
argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada, o bien máscaras de malignos propósitos.
En lugar de discutir un razonamiento, se
le reduce a un juicio de pertenencia al otro
- y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo - , o se da un
juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el
punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda
diferencia: el que no está conmigo está contra mí, y el que no está
completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero
abismo de la Razón, que consiste en la petición de un fundamento último e
incondicionado de todas las cosas, así también hay un verdadero abismo de la
acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a “la causa” absoluta y concibe toda duda y
toda crítica como traición o como agresión.
Ahora sabemos por una amarga experiencia que este abismo de
la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad, no es una
característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones
atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y
desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una
eficacia macabra.
Sabemos que ningún origen filosóficamente
elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de
caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso
particular - todos lo son - como la designación misma de la realidad y
los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible que poseen las
formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana
no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la
indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus
miembros una identidad exaltada por participación, separan un interior
bueno - el grupo - y un exterior amenazador. Así como se ahorra
sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por
lo propio y en un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación
de la vida, la más espantosa facilidad.
Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni
olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan
por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y
desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin
embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el
sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la
necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el
amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de
las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su
lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que
cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del respeto, ni de la
reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales.
Estos valores aparecen más bien como males
menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado
las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren
vigencia allí donde el amor, el
entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a
determinar las relaciones humanas.
Y como el respeto es siempre el respeto a
la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia
puede disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una
fusión amorosa.
No se puede respetar el pensamiento del
otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias,
ejercer sobre él una crítica, válida también en principio para el pensamiento
propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad
habla por nuestra boca, porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser
error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba
contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra.
Nuestro saber es el mapa de la realidad y
toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor:
voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción
apocalíptica de la historia, las normas y las leyes de cualquier tipo, son
vistas como algo demasiado abstracto y
mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la Promesa;
y por lo tanto sólo se reclaman y se
valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre cuando sobreviene la
gran desidealización no es que se aprenda a valorar positivamente lo que tan
alegremente se había desechado o estimado sólo negativamente; lo que sucede
entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y
realismo cínico.
Se olvida entonces que la crítica a una
sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era
fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional
e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización sucede el
arribismo individualista, que además piensa que ha superado toda moral por el
sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente
superior.
Lo más difícil, lo más importante, lo más
necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de
luchar por una sociedad diferente, sin caer en la interpretación paranoide de la lucha.
Lo difícil, pero también lo esencial es
valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un
hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el
pensamiento, como aquella sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos
cantaría el eterno hosana del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran
signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus
consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello
que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos
obliga a desplegar nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuánta desgraciada
frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la
triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica; es
decir, el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se
trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores propios, y los
del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él.
En el caso del otro aplicamos el
esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su
ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera
que aun los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por
alguna desgraciada coyuntura.
Él es así: yo me vi obligado. El cosechó
lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro
no es más que un síntoma de sus
particularidades, de su raza, de su sexo, de su neurosis, de sus intereses
egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción
lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los
propósitos y la adversaria por los
resultados.
Y cuando de este modo nos empeñamos
en ejercer esa no reciprocidad lógica
que es siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino
también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el
proceso que estamos viviendo.
La difícil tarea de aplicar un mismo
método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta, no significa desde
luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de
las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa
por el contrario, que tenemos suficiente confianza en la superioridad de las
causas que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le
conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse
cualquier cosa.
En el carnaval de miseria y derroche
propio del capitalismo tardío, se oye a la vez lejana y urgente la voz de
Goethe y Marx que nos convocan a un trabajo creador, difícil, capaz de situar
al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad.
Dostoyewski nos enseñó a mirar hasta dónde
van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van no sólo en el
sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa
en una empresa común, se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios:
la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien
que nos libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un
sentido.
Dostoyewski entendió hace más de un siglo,
que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas.
Amamos las cadenas, los amos, las seguridades, porque nos evitan la angustia de
la razón.
Pero en medio del pesimismo de nuestra
época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el sicoanálisis, la
antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de
nuestra época surge la lucha de los proletarios, que ya saben que un trabajo
insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la
rebelión magnífica de las mujeres, que no aceptan una situación de inferioridad
a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los
jóvenes, que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.
Este
enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
“También esta noche, Tierra permaneciste firme.
Y
ahora renaces de nuevo a mí alrededor.
Y
alientas otra vez en mí, la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia “ .
No hay comentarios:
Publicar un comentario