Una cuestión inquietante, como tal vez no hay otra, se
plantea la teoría política en nuestro tiempo: ¿la verdad es la condición de la
libertad o, al contrario, es la libertad la que puede conducir al
descubrimiento de la verdad?
La
promesa evangélica decía: “la verdad os hará libres”. En términos cristianos
este planteamiento no resulta problemático porque en ellos se descarta de
antemano que los hombres puedan encontrar la verdad por sí mismos sino las
tinieblas. Pero desde el momento en que en platón, en la Grecia clásica, o en
el siglo XVlll europeo, se afirma que el criterio de verdad no puede ser una
autoridad, divina o humana, sino solamente la democracia; desde el momento en
que los dogmas comienzan a perder su prestigio y se reconoce que no hay ninguna
instancia por encima del pensamiento; entonces se plantea efectivamente el
problema contrario.
Los
hombres no pueden acceder a la verdad si no son libres, libres de dudar, de
ensayar sus opiniones y sus hipótesis, de compararlas y criticarlas. A partir
de ese momento es necesario invertir la tesis: la libertad os hará verdaderos.
Todos
los grandes pensadores liberales, desde Descartes hasta Kant, sostuvieron que
la libertad es el elemento y la condición de la verdad. Esto no se debe en
ellos a una toma de partido previa, en política, o a que estuvieran inscritos
de antemano en un movimiento contrario al antiguo régimen y al despotismo. Se
debe, más bien, a la exigencia interna de la razón que los conduce a una
posición política de este tipo, independientemente de sus orígenes de clase y
sus intereses inmediatos. Es evidente, en efecto y lo fue ya para los griegos,
que el discurso racional sólo puede existir si considera al otro, su
destinatario, como un ser libre e igual en principio al emisor, un ser del que
no pueda exigir que otorgue su acuerdo por respeto hacia el que habla o escribe
y menos aún por temor o veneración.
Trátese
del diálogo socrático, que tuvo un tan brillante renacimiento en el siglo XVll
como forma del discurso filosófico y científico por ejemplo, o de la aspiración
a una presentación axiomática inspirada en la geometría, que practicaron
Descartes y Spinoza, o de las prudentes formulaciones inductivas de carácter
experimental, lo cierto es que el discurso racional descarta radicalmente de
sus medios de exposición todo
procedimiento de intimidación o de seducción; se dirige a un ser libre de quien
se espera todas las objeciones posibles, no solamente como ejercicio de su
derecho inalienable, sino incluso como contribución necesaria al desarrollo y
la demostración de la tesis.
El
discurso racional, filosófico o científico, supone, pues, no sólo su
reconocimiento del otro como sujeto libre, sino una apelación a su capacidad de
disentir como garantía de que la tesis sustentada no es la manifestación de un
punto de vista particular o interés empírico sino una conclusión necesaria y
por lo tanto válida para todos. Nada de lo que suele emplearse en la arenga
dirigida a un rebaño de incondicionales tiene cabida aquí.
Todos
los filósofos racionalistas, de Sócrates a nuestros días, han sostenido la
tesis central, por encima de sus diferencias, de que el pensamiento no puede
ser delegado, ni en una iglesia, ni en un partido, ni en una autoridad personal
o institucional, como tampoco en un texto sagrado de cualquier índole.
Libertad e Igualdad
Es
verdad que la libertad no está amenazada solamente por el despotismo político o
religioso, sino que también lo está, y muy gravemente, por la desigualdad
económica entre los hombres, ya que esta desigualdad no es nunca una simple
diferencia cuantitativa de bienes y posibilidades, sino que se concreta siempre
en relaciones de dependencia y de dominación de unos sobre otros; es verdad
también que una sociedad no se juzga por lo que diga su carta constitucional,
sino por las relaciones efectivas que los hombres tienen entre sí, y que la
desigualdad de posibilidades concretas y las garantías reales pueden y suelen
coincidir con toda clase de intimidaciones y coacciones prácticas. Por lo
tanto, la lucha por la libertad no es consecuente consigo misma, sino al mismo
tiempo es una lucha por las condiciones económicas y culturales que permitan el
ejercicio de la libertad para todos.
Tal
vez la mayor dificultad de una política racionalista en nuestro tiempo se puede
condensar en dos negociaciones:
No
tomar la lucha por las libertades democráticas como pretexto para defender la
desigualdad, los privilegios y la dominación de clase.
No
tomar la lucha por la igualdad, la justicia económica y la seguridad social
como pretexto para abolir las diversas libertades democráticas.
Los
grandes filósofos liberales, principalmente Spinoza y Kant, comprendieron muy
bien que los enemigos de la libertad no eran solamente los opresores directos y
los que se benefician con la opresión.
Spinoza
decía que es necesario averiguar por qué los hombres luchan en defensa de sus
tiranos; puesto que no solamente éstos necesitan almas doblegadas, sino que
también las almas doblegadas necesitan tiranos según Kant, las tres grandes
máximas del pensamiento racional pensar por sí mismo, pensar en lugar del otro
y ser consecuente son extraordinariamente difíciles de realizar, porque se
enfrentan a las instituciones y a las fórmulas vigentes, a los prejuicios y a
los tutores, pero también porque delegar el pensamiento en alguna autoridad y
tradición es más cómodo y menos angustioso que guiarse por la propia razón. Si
los hombres detestaran abierta o inequívocamente las cadenas que los oprimen,
el proceso de su liberación sería muchísimo más sencillo de lo que en realidad
es. El optimismo de Kant sobre la capacidad de progreso de la comunidad humana
no se basa en ninguna ingenuidad, sino en que las grandes conmociones de su
época la habían permitido observar que los hombres son más heroicos, audaces y
creadores cuando luchan por un ideal de justicia y libertad que cuando
defienden intereses mezquinos y
privilegios adquiridos.
Nuestra
época ha conocido las catástrofes mundiales a que conduce una organización
económica irracional e injusta y ha conocido también las consecuencias nefastas
de la manipulación de las masas por un poder omnímodo que sólo tolera su propia
opinión y sólo permite escuchar su propia voz, y declara que es la voz del
pueblo, de la historia, de la patria o de Dios.
Ningún
reino milenario, ningún estado sobreprotector podrá hacernos creer que ha
llegado el momento de sacrificar las libertades democráticas. El progreso
vendrá de su conservación y de su extensión, o no vendrá.
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