No existen ni guerra ni paz que no sean territoriales.
Tan territorial como la paz, es la guerra misma. La territorialidad es una
condición básica de la existencia de los estados, los gobiernos, los
conflictos, los regímenes y los sistemas políticos.
Por esta razón simple es tan importante que todo líder,
activista, dirigente o estudioso de la política, tenga un entendimiento más
allá de lo descriptivo sobre fundamentos geográficos y ambientales, y una
sensibilidad espacial actualizada, que conecte su praxis social con los grandes
problemas de la supervivencia del planeta y los ecosistemas que lo conforman.
Al
fin y al cabo, la crisis ambiental mundial que amenaza de múltiples maneras a
todo el universo vivo, no obedece a causas naturales sino a concepciones y
ordenamientos impuestos por fuerzas dominantes en desmedro del bien común de la
humanidad, que es la vida y las condiciones de su reproducción.
Proclamar
que la paz que buscamos o necesitamos es territorial, aporta muy poco a
entender las características de la sociedad, la política o los cambios
esperados luego de la firma de los acuerdos entre el gobierno y las
insurgencias. Es indispensable entonces, que ese vocablo se llene de contenido
y luego, establecido su significado, podamos debatir con conocimiento de causa
nuestras concepciones sobre este período posterior al conflicto armado que
algunos han llamado “de transición”.
La
territorialidad de la guerra colombiana se ha venido estudiando por los
científicos sociales y los analistas del conflicto armado más importantes del
país. Una muestra la constituyen algunos de los informes de la Comisión
histórica del conflicto y sus víctimas, que señalaron la centralidad del
problema agrario, las doctrinas de control militar, la escasa presencia del
estado, y la manera diferenciada como cada región y subregión según sus
particularidades, incorporó las expresiones de la violencia política en distintos momentos históricos. En
estos y otros factores reside la territorialidad de la guerra, que ha
determinado igualmente efectos diferenciados en cada territorio y en cada
sector de la población según las épocas.
Los
actores de la guerra están igualmente territorializados. No solamente los
insurgentes han tenido claras estrategias de control político y militar sobre
áreas precisas. También el estado en todos los episodios de la confrontación,
ha desarrollado planes, alianzas y doctrinas orientadas a derrotar a sus
contrincantes. A la acentuada diversidad geográfica, ambiental y sociocultural
de nuestro país, se superpone una estructura fragmentada y subdividida de
poderes oligárquicos, institucionales unos y de facto la mayoría, que se han erigido
en fortines territoriales y patrimoniales de donde son desplazados la
democracia y los pobladores cuando estorban a sus proyectos.
La
inseguridad y la militarización de la vida cotidiana, el desplazamiento forzado
y las expropiaciones, son apenas algunas de las tragedias derivadas del
conflicto territorial. El territorio en todos los niveles es objeto de
ordenamiento por el capital y por los gobiernos. En Colombia el
macro-ordenamiento del territorio que se impone desde que puede hablarse de
planeación nacional y de modelos de desarrollo, es la despoblación del espacio
rural para llenarlo de pastos y negocios capitalistas, acumulando de paso
inmensos poderes locales. La urbanización desaforada, que entre nosotros se ha
disfrazado de desarrollo y se maquillado con planeación urbana, ha sido la
contracara de ese macro-ordenamiento que desplaza campesinos por millones para
abrirle espacio a la inversión capitalista en el campo colombiano. En este
contexto es donde el conflicto armado, a punta de empujar campesinos a los
centros urbanos, se ha convertido en funcional a las necesidades del capital y
sus negocios. Si la guerra colombiana se hubiera atravesado en forma drástica a
ese proyecto del capital, se habría resuelto mucho tiempo atrás; la burguesía
hubiese pactado la paz a cambio, como hoy, de cumplir parcialmente la
legislación agraria.
Para
hablar de paz territorial es necesario desentrañar el proyecto territorial que
subyace a la guerra; es hora pues, de sincerar el debate sobre los significados
del fin del conflicto y el período que abre, si es que de verdad va a abrir un
período nuevo. Lo otro, es seguir con la habladuría de la paz territorial
entendida como una suma de paces pequeñas, localizadas y de escala reducida,
que se pueden poner sobre los mapas y las tablas estadísticas, manejable con
los instrumentos y las técnicas de la política económica.
Es
obvio que la no repetición de la violencia exige reivindicar a las víctimas, a
las comunidades y municipios que más han sido azotados por ella, y que esa
reivindicación se hace con inversiones que es necesario priorizar. Lo que suena
a fraude es la idea bastante difundida según la cual, la paz territorial
consiste en aplicar esa priorización. Cada región y subregión ofrecen
particularidades que es necesario atender; la intervención social para
construir reconciliación será diferenciada; pero la intervención mayor,
estratégica, sería un reordenamiento general del territorio que permita rehacer
la sociedad rural sobre bases de equidad y reconocimiento de derechos. Solo si
se suspende la migración del campo a la ciudad o se lleva a niveles tolerables,
podrá hablarse de cerrar la frontera agrícola y de hacer cambios sostenibles en
la vida urbana que beneficien al otro 70% de la población colombiana.
Gran
parte de esas reformas sociales frustradas que han sido caldo de cultivo para
la violencia, están referidas al ordenamiento del territorio. La sociedad y la
democracia siguen esperando decisiones drásticas sobre los usos del suelo, que
metan en cintura a la ganaderización descontrolada y liberen superficies aptas
para garantizar la seguridad alimentaria de los colombianos y una oferta de
tierras para los campesinos dispuestos a cultivarlas. Como si fuera poco, dos
fenómenos han oscurecido ese panorama en las décadas recientes: Uno, fue la
llamada “contrarreforma agraria” que ejecutaron los narcotraficantes en la
parte final del siglo XX, que produjo la expropiación de millones de hectáreas
y millones de desplazados rurales a los centros urbanos y las áreas de
colonización; el otro, la orgía extractivista tanto de hidrocarburos como de
metales preciosos, vigente en nuestros días, que destruye los equilibrios
ambientales, empobrece las comunidades y llena los bolsillos de unos pocos con
el beneplácito de los gobiernos.
En
estas condiciones, la paz tiene dimensiones territoriales diversas, locales,
subregionales, etc, pero ante todo una dimensión nacional que se debe entender
para hacer las intervenciones localizadas propias del período de transición. Lo
único inmediato posterior a la firma de los acuerdos, son las posibilidades de
rehacer la política, plantear los conflictos reprimidos por largo tiempo y el
surgimiento de nuevos actores dispuestos a dirimirlos democráticamente. Esos
actores y conflictos estarán necesariamente referidos, en sus distintos
niveles, a las relaciones territoriales. De ahí la importancia de que el tema
de la paz territorial se proyecte, en lo nacional, a un reordenamiento de los
usos del suelo, a la seguridad alimentaria y a la restitución de derechos a las
poblaciones rurales; y en lo local, al asunto que el neoliberalismo enterró en
su retórica descentralista de los años ochentas, el de las autonomías
regionales y locales.
El
asunto de la paz territorial se ha convertido en la ocasión de oro para que la
tecnocracia desempolve las viejas herramientas ya gastadas de lo que fue la
política “social” del neoliberalismo joven: una fue la focalización, para
direccionar el asistencialismo del estado hacia la demanda, desentendiéndose de
su obligación de crear oferta institucional (actualmente los 125 municipios del
posconflicto, o sea 1 de cada 9). La otra, la descentralización, que lejos de
fortalecer los gobiernos locales y sus capacidades decisorias, descentralizó
las redes clientelistas y las corruptelas, fortaleciendo de paso, la
territorialización de los poderes de facto que entonces como ahora, se le
atraviesan a la paz negociada.
La
expresión urbana de la paz territorial tiene connotaciones distintas, pero
reclama también las autonomías de las comunidades y su derecho a tomar
decisiones en el ordenamiento de sus territorios. En los escenarios urbanos la
paz se jugará en gran medida frente al asunto del control de los barrios y las
comunas con actores ilegales y modalidades delictivas complejas. Las ciudades
no se pueden asumir como simples receptáculos de desmovilizados, armas y
recursos públicos de un posconflicto instrumentalizado. No; los excombatientes
no vendrán a perturbar el plácido sueño de los citadinos, ni a ensuciar sus
asépticas plazas mayores, ni a robar sus teléfonos celulares. Lo que viene es
muy distinto; es la reivindicación del derecho a la ciudad, a la participación
de todos los ciudadanos en la toma de decisiones en materia de usos del suelo,
de seguridad y control territorial. Pero ya los ideólogos gubernamentales de la
paz territorial nos han notificado que esta, nada tiene que ver con la
especulación inmobiliaria ni los planes de renovación urbana que despojan y
segregan población para abrirle espacio a los grandes negocios.
En
todos los aspectos, sean rurales, urbanos, ambientales, del cambio climático o
del control en términos de orden público, la viabilidad de la paz territorial
se define en el empoderamiento de las ciudadanías en diferentes niveles, para
tomar decisiones y gestionar las políticas claves del cambio socio-territorial.
En una sociedad de poblaciones despojadas y derechos precarizados, habrá que
pensar más en términos de conquista del territorio que de su defensa. Hacer esa
conquista es llenar el país de proyectos con visión integral para restituir la
casa común, los equilibrios ambientales, detener las locomotoras de la muerte y
sus estrategias hechas discurso político.
La
paz territorial parece pensada por el gobierno como otra gran descentralización,
una versión mejorada de la primera, donde el ejecutivo nacional va aflojando
recursos, competencias y poderes en un proceso rígido y orientado desde arriba
hacia abajo, además estrechamente focalizado. Si ese es el proyecto, veremos
una nueva baraja de clientelismos y una nueva tramitación electoralista de los
problemas públicos en todas las instancias. Ya sin ejércitos al acecho de los
poderes y recursos locales, será la hora del proyecto de la democracia local al
que se cortó la cabeza cuando se asomó a la Colombia de fines de los años
ochentas. Porque es del poder de lo que estamos hablando, donde lo territorial
es solo una expresión, y la paz, un proyecto como igualmente ha sido la guerra
en nuestro país.
Desde
décadas recientes viene ocurriendo un “giro geográfico” en el lenguaje de las
ciencias sociales que se ha transmitido al de la política. Todos los discursos,
especialmente los de Izquierda, se han llenado de territorio y se han
reverdecido no siempre con buen criterio. Esto ha facilitado tanto al estado
como a las Izquierdas hablar de paz territorial con cierto desparpajo,
permitiendo que ese tema, verdaderamente crucial para dejar atrás la política
armada y enrutarnos por la convivencia, sea permeado por las estrategias ya
fracasadas del modelo neoliberal. A ello contribuye la falta de perspectivas
nacional y global a la hora de analizar los problemas y relaciones
territoriales; queremos actuar localmente pero nos cuesta pensar globalmente, y
terminamos así delegando la iniciativa política en los que siempre la han
tenido, tanto a la hora de la guerra como a la buena hora de la paz.
La
paz territorial implica pues, mucha programación local y subregional, pero dar
puntada sin dedal en esa materia, es facilitar la instrumentalización de la
participación ciudadana, poniéndola a defender lo que no tiene y a reforzar un
ordenamiento del territorio que se fundamenta en el despojo y la limpieza del
terreno para dar paso a los capitales. El régimen político colombiano permite
algo de participación ciudadana en la formulación de los planes de ordenamiento
territorial municipales; pero hay un ordenamiento macro ya establecido,
intrínsecamente vinculado a las causas de la guerra, que no puede ser
inamovible si de verdad lo que sigue es la construcción de la paz.
Por: Campo Elías Galindo A. 03 – 03 - 2016
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