En
el diálogo Eutifrón, o de la piedad, Sócrates dialoga con un sacerdote
(Eutifrón), que ha declarado ser el más piadoso de los atenienses y, desde
luego, saber en qué consiste la piedad. Sócrates le formula una pregunta que va
a suscitar, siglos después, la inacabada controversia escolástica: “¿Las cosas
son buenas porque los dioses las quieren, o los dioses las quieren porque son
buenas?”.
Eutifrón
está confundido, pero Sócrates pone término al diálogo con estas palabras:
“Debo ir a cumplir un compromiso con la justicia de la ciudad”. Va a comparecer
ante el Tribunal de los 500.
Sorprendido,
Eutifrón le dice: “¿Y estás hablando de sutilezas en lugar de preparar tu
defensa?”. Y Sócrates replica: “Para eso me he preparado toda la vida. Por eso
no tengo ningún temor”. Aunque sabe, él sí, que es inminente su condena. Y en
la Apología hace lo que había anunciado: cuenta su vida, sin una sola mancha.
Los
jueces, que saben que condenan al mejor de los atenienses, le ofrecen cambiar
la muerte por una multa, pero él les dice: “Soy muy pobre y no tengo con qué
pagarla”. Le proponen entonces el destierro, pero él se niega a aceptarlo:
“¿Qué diría en la ciudad a donde fuere cuando me preguntaren por qué siendo ateniense
no vivo en Atenas? No juzgaría digna esa vida”.
Desconcertados,
le ofrecen que permanezca en Atenas, pero que no haga preguntas impertinentes
como las que suele hacer. Y Sócrates replica: “Abstenerme de decir o preguntar
lo que creo justo sería traicionar mi conciencia”.
En
Critón, o Del deber, Sócrates está preso a la espera de beber la cicuta, pero
Critón y otros de sus amigos van a la cárcel y le dicen: “Eres libre de salir,
hemos sobornado al carcelero”. Él arguye: “Analicemos juntos, como siempre lo
hacemos, qué es lo debido”. Las leyes atenienses han permitido que sus padres
se unan en matrimonio, que lo engendren y lo eduquen, y él las ha aceptado con
entusiasmo. ¿Ahora, cuando le son desfavorables, va a repudiarlas? Eso no es lo
que ha enseñado. En la cárcel se ha proclamado el más libre de los atenienses,
porque nadie ha podido subyugar su conciencia. En su celda va a permanecer,
esperando, gozoso, el momento de beber la cicuta.
En
Laques, o De la valentía ha mostrado que esa virtud consiste en el conocimiento
de los peligros que deben afrontarse y de los que no deben afrontarse para no
incurrir en uno de dos vicios: temeridad o cobardía.
Comparecer
ante el Tribunal de los 500 lo pone en riesgo de morir, pero ese riesgo es
precisamente de aquellos que deben afrontarse. De no hacerlo incurriría en el
vicio vergonzoso de la cobardía. Por eso lo afronta sin una sola duda.
Sócrates
era un hombre sabio y valiente que conocía sus deberes con la ciudad (uno de
ellos atender el llamado de los jueces) y no rehusaba su cumplimiento mediante
artificios retóricos, que por principio repudiaba, aptos apenas para engañar
niños. Se había propuesto la armonía de pensamiento, lenguaje y acción que es
lo que se llama integridad.
Claro
que ese temple moral del maestro por antonomasia, de Atenas y del mundo, no es
pensable siquiera en la mayoría de los humanos, casi siempre de débil carácter
y mente ofuscada, y menos todavía en algún converso al despotismo.
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