8/31/2013

Juan Gossaín: Colombia, Un País Donde Hasta el Lenguaje se Corrompe

Eufemismo es decirle "defraudador del erario" al ladrón. El eufemismo nació como fórmula para no ofender a los demás, pero aquí ya no es un acto de sutileza.
Antes se denominaba “pornografía” y hoy le dicen “material explícito para entretenimiento de adultos”, aunque en realidad debería ser de adúlteros. Pero es que tampoco existe ya el adulterio: ahora lo llaman relaciones impropias, que algunos no pueden practicar, aunque quisieran, porque sufren de aquello que los laboratorios farmacéuticos definen como “disfunción eréctil”, y que antiguamente se conocía como impotencia.
La historia es esta: hace unas cuantas semanas, a raíz de mi crónica sobre los lugares comunes, las frases de cajón y las expresiones trilladas que se volvieron un sustituto del habla espontánea de la gente, varios lectores de este periódico me sugirieron escribir una segunda parte sobre los eufemismos que están acabando con el venerable idioma castellano.
Antes de seguir adelante, vale la pena dejar en claro que un eufemismo es la forma de guardar las apariencias, de dorar la píldora, de disimular. Eufemismo es decirle “malversación de recursos públicos” a lo que antes se llamaba peculado, y definir a su autor como un “defraudador del erario”, cuando para eso existe una sola palabra en castellano: ladrón.
Entre la vaca y el perro
Cuando yo era niño –hace ya tanto tiempo que en esa época el tacón de los zapatos se usaba adelante–, las señoras refinadas, que presumían de finolis, para que no las creyeran vulgares, le decían “líquido perlático de la consorte del toro” a lo que simplemente se llama leche.
Después supe que esa manera de decir las cosas con cierto aire de vergüenza, para evitar lo que podría parecer crudo o desagradable, se llama eufemismo. Más tarde aprendí en el colegio que la palabrita procede de dos raíces griegas, que significan “hablar de modo correcto”, lo que demuestra que un eufemismo es exactamente lo contrario de una blasfemia. No es gratuito que la palabra haya nacido de las tradiciones religiosas.
Lo malo es que, con el paso del tiempo, el eufemismo se fue volviendo tan hipocritón que le cambió el sentido al lenguaje. Por ejemplo: a mi tía Josefina, que era remilgada, le gustaba citar con frecuencia un proverbio viejo y socorrido, pero le parecía impropio de una dama el uso de la palabra “capar”.
–Al mamífero canino –susurraba mi tía– le hacen esa intervención quirúrgica una sola vez.
Sin embargo, como suele suceder con todas las imposturas, el alacrán termina por morderse su propia cola: con los eufemismos sucede lo mismo que con el caballero calvo que se pone una peluca para esconder la calvicie, pero mientras más peluca se ponga, más se le nota la calva. Es lo que ocurre, también, con las señoras que se tiñen las canas.
¿Candor, pudor o cinismo?
Yo sé que muchos abusan del eufemismo porque creen que los hace parecer exquisitos. Hay otros, más inocentes, que lo utilizan por decoro. Pero los peores son aquellos que, cargados de cinismo, se escudan en tapujos para encubrir la gravedad de las cosas que pasan.
En ese último sentido, hay una expresión colombiana que se merece la medalla de oro de la infamia y el trofeo olímpico de la maldad. Me refiero a “falso positivo”. Al asesinato cometido por agentes del Estado, a mansalva y en descampado, aquí lo bautizamos “falso positivo”. Me estremezco hasta la raíz del pelo con solo pensar en lo que habría sido un verdadero negativo.
En cambio, el campeonato mundial de la barbarie y el diploma de honor de la villanía se lo gana la guerrilla, que le puso “pesca milagrosa” al secuestro colectivo en las carreteras, como si fuera un prodigio bíblico. Ni ‘falso positivo’ ni ‘pesca milagrosa’ tienen comparación con nada en el mundo. ¿Cuál de las dos es peor? Las dos son peores. Lo cual confirma que todos los criminales son iguales, vengan de donde vengan.
Últimamente se ha impuesto la moda de llamar “interrupción del embarazo” a lo que no es más que un aborto. Y se considera que el concubinato es un matrimonio experimental. A los gordos nos ofenden con el ultraje de llamar “persona estilizada” a esos flacos desgarbados que usan ropa de marca.
Entiendo perfectamente que los tiempos cambian y las costumbres también. El lenguaje es dinámico y palpitante. Pero es que del diluvio de eufemismos que nos está cayendo encima ya no se escapa ya ni el vocabulario de los abuelos. A las viejas zorras –y conste que me refiero a las carretas tiradas por caballos o mulas– ahora les dicen “vehículos de tracción animal”. Supongo que una bicicleta viene siendo un vehículo de tracción humana.
Política y deportes
En estos tiempos no hay ninguna actividad colombiana que esté a salvo de los eufemismos, trátese de la política o del deporte. Los pandilleros de antes ahora son ‘bacrim’ y en el Senado de la República les dicen “migrantes internos” a los que conocíamos como desplazados.
En el fútbol la cosa es menos trágica y más cómica. Para los narradores radiales no existe el cuerpo humano. Cuando un jugador rueda por el campo lo que cae es “su humanidad”. Y si algún adversario malévolo aprovecha la caída para darle una patada en la espinilla, lo que dicen es que “le propinó un puntapié en la extremidad derecha”. Antiguamente, vigilar con especial esmero a un rival habilidoso era “marcarlo”. Ahora es “referenciarlo”.
Las reuniones sociales son el caldo de cultivo donde el eufemismo se explaya como la verdolaga. Ya no existe el aburrido aquel de todas las fiestas; ahora se llama “introvertido”. Y lo que era una hipocresía ahora es una sutileza.
Los periodistas ya no hablamos de la Fiscalía General porque ahora se llama “el ente acusador”, uno de los eufemismos más feos que haya oído en mi vida, y hasta confuso: cuando lo oigo mencionar pienso que están hablando del lente acusador, como si se tratara de una de esas cámaras indiscretas que ponen en la televisión.
Borrachos al volante
Las palabras más viejas y entrañables han ido desapareciendo ante semejante avalancha. La familia, por ejemplo, en estos tiempos es conocida como núcleo primario de la sociedad. Hasta hace poco me decían viejo, pero ahora me dicen caballero de la tercera edad. Lo malo es que ni siquiera supe en qué momento se acabó la segunda.
Desde que el senador Merlano hizo lo que hizo aquella noche, las tragedias provocadas por los choferes borrachos se han multiplicado. Una de ellas, entre las peores, es que ya no se llaman choferes borrachos, como es su nombre castizo, sino ciudadanos que conducen bajo la influencia del alcohol. O pasados de copas. De donde uno podría suponer que el abstemio, en consecuencia, es un anticipado de copas.
Ya no los llevan a la cárcel sino a sitios de rehabilitación social, y ya no se llaman presos sino internos. Tanto, que a mí me da pena contar que estudié toda la vida interno. A los muchachos les aplican correctivos en vez de los antiguos castigos. Al plagio se le llama coincidencia. No existen los manicomios sino los centros de rehabilitación mental. La antigua y apreciada maquilladora se transformó en cosmetóloga, tal como el venerable peluquero acabó convertido en estilista.
De profesiones y oficios
Parece un chiste, pero el asunto está adquiriendo proporciones de catástrofe bíblica. Cuando yo trabajaba en la radio, había un empleado joven y con ambiciones –lo que ahora se llama “con emprendimiento para empoderarse”– que mandó imprimir unas tarjetas personales en las que puso que su oficio era “ingeniero de comunicaciones y reparto de documentos”. Se trataba del mensajero.
Pues bien: al vendedor ambulante le están diciendo últimamente “distribuidor informal” y he visto contratos en los que las empresas de aseo identifican a sus propios barrenderos como “técnicos sanitarios”. Y a la basura callejera le pusieron un nombre elegante: residuos sólidos urbanos.
Sin embargo, todo eso se queda chiquito ante lo que acaba de pasar en un edificio de Bogotá. La administradora, primorosa ella, envió una circular a los inquilinos para informarles que se acababa de producir “el retiro voluntario del distribuidor interno de recursos humanos”. Hubo alarmas, consultas, asambleas, juntas extraordinarias, debates acalorados, revisaron diccionarios y gramáticas, hasta que el viejo portero, al que ahora le dicen conserje, les explicó lo que había ocurrido: que renunció el ascensorista.
La vida laboral se llenó de esas maromas verbales. El vendedor es ahora asesor comercial, los trabajadores son capital humano, los productos de mala calidad se disfrazan como mercancía de bajo presupuesto y el despido masivo pasó a llamarse ajustes en la nómina.
Epílogo
El eufemismo nació como un recurso de la delicadeza humana para no ofender a los demás, pero ya no es un acto de sutileza sino una máscara. Fue por eso que Hannes Mäder escribió: “Todo el que pretende imponerle su dominio al hombre, empieza por apoderarse de su lenguaje”.
A la antigua quiebra le dicen falta de liquidez o trastornos en el flujo de caja. Al soborno lo llaman sobresueldo. Confieso que hace un par de meses, en medio del escándalo suscitado por los abusos de la empresa Interbolsa, sentí indignación y repugnancia cuando leí una noticia en la que se decía que las autoridades habían descubierto “una contabilidad indebida con el recurso de los inversionistas”. Eso se llama estafa.

El lenguaje cambia porque cambian los valores. Aparecen nuevas palabras porque hay una nueva ética, relajada y tolerante, que necesita disimulo, tapabocas y disfraces. También el lenguaje también se nos volvió solapado.- Por: Juan Gossaín - 30 de Agosto del 2013 - Especial para el Tiempo

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