Eufemismo es decirle "defraudador del erario" al ladrón. El
eufemismo nació como fórmula para no ofender a los demás, pero aquí ya no es un
acto de sutileza.
Antes se
denominaba “pornografía” y hoy le dicen “material explícito para
entretenimiento de adultos”, aunque en realidad debería ser de adúlteros. Pero
es que tampoco existe ya el adulterio: ahora lo llaman relaciones impropias,
que algunos no pueden practicar, aunque quisieran, porque sufren de aquello que
los laboratorios farmacéuticos definen como “disfunción eréctil”, y que
antiguamente se conocía como impotencia.
La historia
es esta: hace unas cuantas semanas, a raíz de mi crónica sobre los lugares
comunes, las frases de cajón y las expresiones trilladas que se volvieron un
sustituto del habla espontánea de la gente, varios lectores de este periódico
me sugirieron escribir una segunda parte sobre los eufemismos que están
acabando con el venerable idioma castellano.
Antes de
seguir adelante, vale la pena dejar en claro que un eufemismo es la forma de
guardar las apariencias, de dorar la píldora, de disimular. Eufemismo es
decirle “malversación de recursos públicos” a lo que antes se llamaba peculado,
y definir a su autor como un “defraudador del erario”, cuando para eso existe
una sola palabra en castellano: ladrón.
Entre la
vaca y el perro
Cuando yo
era niño –hace ya tanto tiempo que en esa época el tacón de los zapatos se
usaba adelante–, las señoras refinadas, que presumían de finolis, para que no
las creyeran vulgares, le decían “líquido perlático de la consorte del toro” a
lo que simplemente se llama leche.
Después supe
que esa manera de decir las cosas con cierto aire de vergüenza, para evitar lo
que podría parecer crudo o desagradable, se llama eufemismo. Más tarde aprendí
en el colegio que la palabrita procede de dos raíces griegas, que significan
“hablar de modo correcto”, lo que demuestra que un eufemismo es exactamente lo
contrario de una blasfemia. No es gratuito que la palabra haya nacido de las
tradiciones religiosas.
Lo malo es
que, con el paso del tiempo, el eufemismo se fue volviendo tan hipocritón que
le cambió el sentido al lenguaje. Por ejemplo: a mi tía Josefina, que era
remilgada, le gustaba citar con frecuencia un proverbio viejo y socorrido, pero
le parecía impropio de una dama el uso de la palabra “capar”.
–Al mamífero
canino –susurraba mi tía– le hacen esa intervención quirúrgica una sola vez.
Sin embargo,
como suele suceder con todas las imposturas, el alacrán termina por morderse su
propia cola: con los eufemismos sucede lo mismo que con el caballero calvo que
se pone una peluca para esconder la calvicie, pero mientras más peluca se
ponga, más se le nota la calva. Es lo que ocurre, también, con las señoras que
se tiñen las canas.
¿Candor,
pudor o cinismo?
Yo sé que
muchos abusan del eufemismo porque creen que los hace parecer exquisitos. Hay
otros, más inocentes, que lo utilizan por decoro. Pero los peores son aquellos
que, cargados de cinismo, se escudan en tapujos para encubrir la gravedad de
las cosas que pasan.
En ese
último sentido, hay una expresión colombiana que se merece la medalla de oro de
la infamia y el trofeo olímpico de la maldad. Me refiero a “falso positivo”. Al
asesinato cometido por agentes del Estado, a mansalva y en descampado, aquí lo
bautizamos “falso positivo”. Me estremezco hasta la raíz del pelo con solo
pensar en lo que habría sido un verdadero negativo.
En cambio,
el campeonato mundial de la barbarie y el diploma de honor de la villanía se lo
gana la guerrilla, que le puso “pesca milagrosa” al secuestro colectivo en las
carreteras, como si fuera un prodigio bíblico. Ni ‘falso positivo’ ni ‘pesca
milagrosa’ tienen comparación con nada en el mundo. ¿Cuál de las dos es peor?
Las dos son peores. Lo cual confirma que todos los criminales son iguales,
vengan de donde vengan.
Últimamente
se ha impuesto la moda de llamar “interrupción del embarazo” a lo que no es más
que un aborto. Y se considera que el concubinato es un matrimonio experimental.
A los gordos nos ofenden con el ultraje de llamar “persona estilizada” a esos
flacos desgarbados que usan ropa de marca.
Entiendo
perfectamente que los tiempos cambian y las costumbres también. El lenguaje es
dinámico y palpitante. Pero es que del diluvio de eufemismos que nos está
cayendo encima ya no se escapa ya ni el vocabulario de los abuelos. A las
viejas zorras –y conste que me refiero a las carretas tiradas por caballos o
mulas– ahora les dicen “vehículos de tracción animal”. Supongo que una bicicleta
viene siendo un vehículo de tracción humana.
Política y
deportes
En estos
tiempos no hay ninguna actividad colombiana que esté a salvo de los eufemismos,
trátese de la política o del deporte. Los pandilleros de antes ahora son
‘bacrim’ y en el Senado de la
República les dicen “migrantes internos” a los que conocíamos
como desplazados.
En el fútbol
la cosa es menos trágica y más cómica. Para los narradores radiales no existe
el cuerpo humano. Cuando un jugador rueda por el campo lo que cae es “su
humanidad”. Y si algún adversario malévolo aprovecha la caída para darle una
patada en la espinilla, lo que dicen es que “le propinó un puntapié en la
extremidad derecha”. Antiguamente, vigilar con especial esmero a un rival
habilidoso era “marcarlo”. Ahora es “referenciarlo”.
Las
reuniones sociales son el caldo de cultivo donde el eufemismo se explaya como
la verdolaga. Ya no existe el aburrido aquel de todas las fiestas; ahora se
llama “introvertido”. Y lo que era una hipocresía ahora es una sutileza.
Los periodistas
ya no hablamos de la
Fiscalía General porque ahora se llama “el ente acusador”,
uno de los eufemismos más feos que haya oído en mi vida, y hasta confuso:
cuando lo oigo mencionar pienso que están hablando del lente acusador, como si
se tratara de una de esas cámaras indiscretas que ponen en la televisión.
Borrachos al
volante
Las palabras
más viejas y entrañables han ido desapareciendo ante semejante avalancha. La
familia, por ejemplo, en estos tiempos es conocida como núcleo primario de la
sociedad. Hasta hace poco me decían viejo, pero ahora me dicen caballero de la
tercera edad. Lo malo es que ni siquiera supe en qué momento se acabó la
segunda.
Desde que el
senador Merlano hizo lo que hizo aquella noche, las tragedias provocadas por
los choferes borrachos se han multiplicado. Una de ellas, entre las peores, es
que ya no se llaman choferes borrachos, como es su nombre castizo, sino
ciudadanos que conducen bajo la influencia del alcohol. O pasados de copas. De
donde uno podría suponer que el abstemio, en consecuencia, es un anticipado de
copas.
Ya no los
llevan a la cárcel sino a sitios de rehabilitación social, y ya no se llaman
presos sino internos. Tanto, que a mí me da pena contar que estudié toda la
vida interno. A los muchachos les aplican correctivos en vez de los antiguos
castigos. Al plagio se le llama coincidencia. No existen los manicomios sino
los centros de rehabilitación mental. La antigua y apreciada maquilladora se
transformó en cosmetóloga, tal como el venerable peluquero acabó convertido en
estilista.
De
profesiones y oficios
Parece un
chiste, pero el asunto está adquiriendo proporciones de catástrofe bíblica.
Cuando yo trabajaba en la radio, había un empleado joven y con ambiciones –lo
que ahora se llama “con emprendimiento para empoderarse”– que mandó imprimir
unas tarjetas personales en las que puso que su oficio era “ingeniero de
comunicaciones y reparto de documentos”. Se trataba del mensajero.
Pues bien:
al vendedor ambulante le están diciendo últimamente “distribuidor informal” y he
visto contratos en los que las empresas de aseo identifican a sus propios
barrenderos como “técnicos sanitarios”. Y a la basura callejera le pusieron un
nombre elegante: residuos sólidos urbanos.
Sin embargo,
todo eso se queda chiquito ante lo que acaba de pasar en un edificio de Bogotá.
La administradora, primorosa ella, envió una circular a los inquilinos para
informarles que se acababa de producir “el retiro voluntario del distribuidor
interno de recursos humanos”. Hubo alarmas, consultas, asambleas, juntas
extraordinarias, debates acalorados, revisaron diccionarios y gramáticas, hasta
que el viejo portero, al que ahora le dicen conserje, les explicó lo que había
ocurrido: que renunció el ascensorista.
La vida
laboral se llenó de esas maromas verbales. El vendedor es ahora asesor
comercial, los trabajadores son capital humano, los productos de mala calidad
se disfrazan como mercancía de bajo presupuesto y el despido masivo pasó a
llamarse ajustes en la nómina.
Epílogo
El eufemismo
nació como un recurso de la delicadeza humana para no ofender a los demás, pero
ya no es un acto de sutileza sino una máscara. Fue por eso que Hannes Mäder
escribió: “Todo el que pretende imponerle su dominio al hombre, empieza por
apoderarse de su lenguaje”.
A la antigua
quiebra le dicen falta de liquidez o trastornos en el flujo de caja. Al soborno
lo llaman sobresueldo. Confieso que hace un par de meses, en medio del
escándalo suscitado por los abusos de la empresa Interbolsa, sentí indignación
y repugnancia cuando leí una noticia en la que se decía que las autoridades
habían descubierto “una contabilidad indebida con el recurso de los
inversionistas”. Eso se llama estafa.
El lenguaje
cambia porque cambian los valores. Aparecen nuevas palabras porque hay una
nueva ética, relajada y tolerante, que necesita disimulo, tapabocas y
disfraces. También el lenguaje también se nos volvió solapado.- Por:
Juan Gossaín - 30 de Agosto del 2013 - Especial para el Tiempo
No hay comentarios:
Publicar un comentario